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A los amigos hay que hacerles caso, si crees que son buenos amigos, claro. Y el autor del este blog hizo lo correcto, aunque el encargo de uno de sus grandes amigos era complicado. Debía releer Guerra y Paz previamente para recorrer las páginas de Libertad, de Jonathan Franzen.

¿Era excesivo? No, la gran obra de Tolstói era necesaria, porque el viejo ruso se adentraba en su particular filosofía sobre la existencia del hombre y el duelo, para él inevitable, entre «la libertad y la necesidad».

Las Correcciones de Franzen había quedado atrás. La extraordinaria novela sobre una familia del medio oeste de Estados Unidos queda en la memoria, pero Libertad encumbra al autor, completa y mejora lo que apuntó en aquella obra.

La reflexión golpea al lector en todos sus capítulos, y le lleva a pensar, en un primer momento, que el objetivo de Franzen es, tal vez, el de criticar el progresismo de una parte –hay que señalar que minoritaria– de la sociedad norteamericana. Ese falso progresismo, en realidad, otorga cuotas de libertad en las relaciones familiares que dejan a todos sus miembros con una gran insatisfacción. Los padres lo saben, ¿cómo educar a los hijos, cómo respetar sus esferas individuales, pero sin dejarles en la intemperie, cómo ser padres y no colegas o amigos?

Los personajes son conscientes de ello, pero no lo saben verbalizar, no llegan nunca a señalar qué les ocurre, aunque Franzen, como gran muñidor de esas personas que todos hemos sido capaces de identificar porque forman parte de nuestro paisaje cotidiano, ofrece muchas pistas.

Patty, la pieza central de Libertad, lo percibe al final, en su larga conversación con su madre. ¿Por qué no iba a verla jugar con su equipo universitario de baloncesto? Y, por la misma razón, Jessica, la hija de Patty, le reprocha, siempre de forma implícita, las excesivas atenciones hacia su hermano Joey, en detrimento de ella, porque ha acabado siendo mucho más responsable. La madre de Patty acaba admitiendo que se refugió en ella misma, ofreciendo una falsa libertad a sus hijos.

Tolstói insistió en esa inevitable lucha. «De cualquier manera que se examine la actividad de uno o muchos individuos, no se puede comprender más que como producto de la libertad, por una parte, y de las leyes de la necesidad, por otra», aseguraba en las últimas páginas de Guerra y Paz. El gigante ruso aparece en la narración de Franzen, porque, además de esa alusión constante al concepto de libertad, a Patty se le presenta una dualidad: «Entre el superguay Príncipe Andréi, o el bondadoso Pierre», es decir, entre el rockero Richard, atractivo y ‘libre’ o su marido Walter, serio, constante, pero con escasa cintura y poco proclive a dar un puñetazo en la mesa cuando acaba siendo necesario. Patty lee en la propia novela a Tolstói, y acaba con lágrimas en los ojos.

Las relaciones familiares se analizan con detalle. Franzen disecciona a cada uno de ellos, pero su objetivo es más ambicioso. Como en Guerra y Paz, en Libertad el análisis político es constante, ligado a esa idea tan arraigada de los norteamericanos de que Estados Unidos es la tierra prometida, en la que los poderes públicos deben ser orillados, porque la voluntad del individuo es la única prioridad.

Aquí deberá aparecer, para todos los lectores interesados, otro libro: El desmoronamiento, de George Packer (Debate), en el que se analiza «treinta años de declive americano».

El autor considera que en las últimas tres décadas Estados Unidos, coincidiendo con el triunfo de la «libertad» –es decir, las desregulaciones de todos los sectores económicos y sociales– ha bajado a los infiernos. Y explica, con claridad, qué quiere decir eso de la «libertad»:

«El desmoronamiento trae libertad, más de la que el mundo jamás otorgó a nadie, a más gente que nunca antes en la historia: libertad para marchar, libertad para regresar, libertad para cambiar nuestra historia personal, para obtener la información que necesitamos, para que nos contraten, para que nos despidan, para drogarnos, casarnos, divorciarnos, declarar la bancarrota, empezar de nuevo, montar un negocio, nadar y guardar la ropa, llevar las cosas al límite, dejar atrás las cenizas, triunfar más allá de nuestros sueños y jactarnos de ello, fracasar vilmente y volver a intentarlo. Y con la libertad, el desmoronamiento trae sus propios espejismos, pues todos esos empeños son frágiles como globos de ilusión que estallan al contacto con las circunstancias», o, siguiendo a Tolstói, «con las necesidades».

Franzen deja clara su posición, al señalar que los ciudadanos norteamericanos, que defienden esa idea de libertad, responden a las inquietudes de los pioneros, de los inmigrantes que, procedentes del viejo mundo europeo, eran, en realidad, unos grandes inadaptados. No pasa nada por decir las cosas como son: no se trata del antiamericanismo con el que algunos opinadores tachan siempre a los críticos de la sociedad y la política de Estados Unidos.

 

Los americanos inadaptados

Walter procede de una familia sueca. El padre de Walter,  Gene Berglund, era el hijo menor de Einar Berglund, que emigró a Estados Unidos a principios del siglo XX, asqueado, según su propio juicio, de la Suecia rural. Dice Franzen: «Se convirtió en otra coordenada en el mapa del experimento norteamericano de autogobierno, un experimento estadísticamente distorsionado desde el principio, porque no fueron las personas con genes sociables las que huyeron del superpoblado Viejo Mundo hacia el nuevo continente: fueron las que no congeniaban con los demás».

Eso les llevó, y la influencia de esos pioneros, –principalmente escoceses e irlandeses, como reflejó de forma esclarecedora el periodista Joe Bageant en Crónicas de la América profunda (libros del lince)– es profunda, a defender un individualismo atroz.

Franzen no se centra en ello, pero lo refleja sin tapujos:  Einar se sintió atraído por el concepto comunista de que su trabajo era objeto de la explotación de los capitalistas de la Costa Este, pero tuvo un momento de inspiración, «y comprendió que la manera de salir adelante en su nuevo país era explotar a alguien él mismo». Muy clarito.

Franzen muestra a sus personajes, les ofrece libertad, y ellos la utilizan a su manera, siguiendo las reglas de la sociedad norteamericana, orientadas según las dos grandes tendencias, entre demócratas y republicanos. Tiene claro en qué lado está, pero no ahorra pullas a nadie. Tal vez el personaje que retrata mejor a una de esas grandes facciones, y que, de hecho, es tangencial, es Linda Hoffbauer, una evangelista, por supuesto republicana, y que sospecha de Walter, su nuevo vecino:

«El hecho de que condujera un híbrido japonés en cuyo parachoques había pegado en fecha reciente un adhesivo de Obama indicaba, a su modo de ver, irreligiosidad e insensibilidad ante la complicada situación de las familias diligentes y trabajadoras, como la suya, que a duras penas llegaban a fin de mes y educaban a sus hijos para convertirlos en ciudadanos honrados y afectuosos en un mundo lleno de peligros».

Franzen sigue ahí, y debemos leerle.