La sensación de fracaso es grande. A Grecia se la sigue instigando con la necesidad de que tome nuevas medidas. Si quiere poder efectuar el pago al BCE de 3.500 millones de euros, que vence el 20 de agosto, necesita endurecer las prejubilaciones y reducir o acabar con ayudas fiscales a determinados sectores económicos.
El Gobierno griego rechaza tomar nuevas decisiones en ese sentido antes del rescate, y el hecho es que la desconfianza es ya total, con los cantos de sirena de los responsables económicos alemanes sobre la salida de Grecia del euro, tarde o temprano.
La lectura que han realizado los países del sur de Europa sobre el papel de Alemania ha acabado en una cierta caricatura, como lo ha hecho Alemania –no sería justo decir todo el país, pero sí su clase gobernante y sus grandes medios de comunicación– sobre ese sur que es incapaz de domesticar su economía y de adaptarse a las exigencias de la globalización. Se trata de una desconfianza mutua que no augura un gran futuro para la construcción europea, que siempre fue, desde España, la gran panacea, y, ciertamente, ha sido la bandera de enganche para la modernización del país.
En la piel de Alemania, pero…
Pero, aunque necesitemos situarnos en la piel de Alemania, y aunque algunos autores en España hayan hecho el esfuerzo encomiable de apuntar con datos y sin prejuicios los defectos de los países del sur, como Josep Oliver, si deberíamos insistir en el pecado alemán.
Lo ha dejado claro uno de los grandes asesores de la canciller Angela Mergel, Hans Werner-Sinn, al insistir en que el error desde el inicio de la crisis financiera fue el de que los prestadores oficiales –es decir, los estados miembros de la zona euro– substituyeron a los acreedores privados de Grecia. Para Werner-Sinn se violó la regla económica que se había adoptado en el Tratado de Maastricht que prohibía los rescates de países. Lo destaca este economista porque esa fue la condición precisamente, de que Alemania accediera a abandonar el marco, y se acogiera al euro. Según Werner-Sinn fue el presidente francés, Nicolas Sarkozy, amenazando con salir del euro, quien presionó más para que se cometiera esa supuesta violación.
Visto con esa distancia del tiempo –mayo de 2010, con el primer rescate de Grecia– se podría entender el análisis del asesor de Merkel. Pero hay situaciones que obligan a una afirmación rotunda que Alemania sigue sin ver, y es la contraria, justamente, que la que defiende Werner-Sinn. Asegura que la desconfianza que se ha generado, manifestada en la última cumbre europea, con la decisión sobre Grecia, se debe a una circunstancia: «El rifirrafe fue la consecuencia de un intento de colocar la política por encima de las leyes de la economía. El dogma de la infalibilidad de las autoridades europeas y la irrevocabilidad de que reflexionaran sobre lo sucedido y sus causas», sentencia.
Y la economía, nos guste o no, no puede estar por encima de la política, porque Europa es un proyecto político que necesita, justamente, una negociación política continua, un acuerdo entre todos sus miembros que garantice su proyección futura, hacia lo que debería ser, de forma inexorable, unos Estados Unidos de Europa, aunque nos parezca algo todavía muy lejano.
Hay errores en esa construcción política, claro. Uno, tal vez el más importante, fue que, tanto la Comisión Europea como el Banco Central Europeo pusieron en marcha la unión monetaria confiando, como señala Josep Oliver de forma periódica, de forma ilusoria en que los mercados eran suficientemente racionales como para evitar que un determinado país se pudiera endeudar en exceso.
Y, precisamente, ocurrió lo contrario. El ejemplo de España es determinante: siempre que el déficit exterior pasaba del 3%, los gobiernos de turno, con la dictadura y en democracia, devaluaban la peseta. Justo antes de la crisis, el déficit exterior llegó al 10%, sin posibilidad de devaluar, porque se formaba parte de la zona euro.
Pero el problema central es saber lo que quiere realmente Alemania. Algunas voces han mostrado su indignación con Merkel, como Joschka Fischer, quien tiene claro que en la noche del 12 al 13 de julio «algo fundamental para la Unión Europea se quebró, y, desde entonces, los europeos han estado viviendo en una clase diferente de Unión Europea».
Para Fischer, Alemania, «la gran beneficiada, económica y políticamente, de la unificación europea», ha querido salir del esquema que la llevó a abrazar Europa para buscar un modelo que se traduciría en una Europa alemana, con un corsé económico característico de su propio modelo productivo, y que tiene ese gran lema expresado por Werner-Sinn: la economía debe estar por encima de la política.
El gran representante de ese propósito es Wolfgang Schaüble, el ministro alemán de finanzas, que se ha convertido en la gran diana de la otra Europa que desea una unificación política y económica más transparente y justa. Schaüble plantea ahora restar competencias de la Comisión Europea y que pasen a ser responsabilidad de organismos independientes, siguiendo el ejemplo de la Oficina Federal Antimonopolios de Alemania. Es decir, una Europa alemana.
La paradoja es que si Alemania desea que todo se desarrolle bajo criterios estrictamente económicos, entonces debería actuar de inmediato para cumplir con los tratados europeos, y las reglas que el mismo país suscribió.
El exceso de superávit
Un primer paso debería ser el de reaccionar ante el exceso de superávit exterior que refleja su economía, que llega hasta el 8% del PIB. Lo explica el economista Philippe Legrain con gran detalle, un experto que conoce a la perfección los recovecos de las instituciones europeas. Es curioso que en España esas afirmaciones, sobre el superávit de Alemania, causan en algunos círculos verdaderos sarpullidos. Hay una parte de los opinadores y de los agitadores en las redes sociales, escuelas austracistas incluidas, que rechazan esa crítica.
Pero la Comisión Europea lo tiene claro: se debe vigilar el excesivo déficit, pero también el superávit, porque no puede haber grandes desequilibrios en un mismo club que comparte la misma moneda. Otra cosa es que pueda o no la Comisión Europea sancionar a los que incumplen la norma.
Por eso, lo que debería debatir Alemania, de forma interna, como apunta Timothy Garton Ash, es si cree que puede o no hacer de Europa una especie de Estados Unidos alemanes. Y la respuesta, por ahora, es negativa. Porque un modelo orientado a las exportaciones –aunque pueda ser deseable– con una demanda interna deprimida, exigiría otro continente dispuesto a recibir con los brazos abiertos todo lo que llegara de esa gran Alemania. Y no parece que la cosa apunte en esa dirección.
Europa necesita un mayor equilibrio interno, con reglas claras, y sin prescindir de las exigencias de una economía globalizada, pero también precisa del acuerdo político y de la negociación permanente. ¿Quiere o no Alemania transitar ese camino?
Keynes diria algo bastante diferente a lo que dice el editorialista.
No lo creo, porque Keynes fue el primero en plantear un correctivo a los que acumularan un superávit excesivo, pero no le acabaron haciendo mucho caso.