Como en muchos aspectos de la vida, los matices y el equilibrio a la hora de emitir juicios de opinión deberían ser la tónica cuando se habla de cuestiones tan espinosas como la lengua. Pero es complicado cuando priman los intereses políticos. Con la inmersión lingüística en catalán es difícil no adentrarse en esos polos políticos que se retroalimentan. Pero hay que evitarlo. Ocurre que existen grandes prejuicios. Y que el Gobierno español, con el ministro José Ignacio Wert a la cabeza, sigue cayendo en una gran torpeza, que aprovecha el Gobierno catalán, ávido de declaraciones altisonantes desde Madrid para reforzar un discurso que cada vez se aguanta menos, representado por el conseller Francesc Homs.
De todo eso se discutió en el programa Divendres de TV3.
Una de las verdades de todo este debate es que la decisión del Tribunal Supremo, avalando el auto del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, que exigió al Gobierno catalán que introdujera el 25% de horas lectivas en castellano, no pone en cuestión en modelo de inmersión lingüística. Al revés. Aunque el problema es conocer por qué el TSJC puso esa proporción y no otra. Lo que ha ocurrido, en todo caso, es que se ha rechazado el recurso de la propia Generalitat, contra aquella decisión, pero también el recurso de dos familias que pedían que sus hijos tuvieran hasta el 50% de las clases en castellano.
Lengua sospechosa
Prejuicio es que si España es un estado, si Cataluña forma parte de ese estado, entonces no se puede permitir que el castellano no sea una lengua vehicular en las escuelas. Es decir, se entiende que el catalán es sospechoso, porque puede ir en contra de ese estado, que tiene como matriz la lengua castellana, que conocemos todos los españoles. Y eso ha podido ocurrir, en los últimos años, y en determinados espacios educativos, pero no es la norma. No se enseña en catalán para favorecer la independencia de Cataluña. O no se debería hacer. Hay quien sostiene que, efectivamente, ha sido así. Y, por ello, la reacción del Gobierno ha sido más intensa en los últimos dos años, cuando el proceso soberanista ha cobrado fuerza. Siempre hay casos concretos. Pero el sistema ha demostrado que ha funcionado correctamente.
El caso es que ha sido el sistema judicial el que ha entrado en una materia de gran sensibilidad social. Y ese es el meollo del asunto. En Cataluña ha habido un consenso parlamentario sobre la inmersión lingüística, pero no se puede conocer si ese mismo consenso existía en la calle. Como en tantas cuestiones de la vida diaria, la oferta crea la demanda. Y los padres aceptaron un modelo que les garantizaba que sus hijos iban a aprender las dos lenguas, y que, –eso es importante—contaba con el apoyo de los expertos.
Pero los consensos, teniendo en cuenta que los ciudadanos se ven representados en sus parlamentos, –tenemos una democracia de corte liberal—pueden cambiar a lo largo del tiempo. Y la posición numantina del propio Gobierno catalán debería modificarse también, porque es difícil de sostener, con la misma ley de política lingüística en la mano –su artículo 21.2—que se esté garantizando el derecho de los niños a recibir su primera enseñanza en su lengua habitual, “ya sea ésta el catalán o el castellano”.
Es decir, la Generalitat debe liderar un posible cambio, para garantizar lo que algunas familias piden, y que no es nada extraordinario. Aunque no se tenga el prejuicio del que se hablaba antes, sobre la lengua catalana, un catalán –ciudadano español—tiene todo el derecho a que se utilice el castellano en una escuela en cualquier parte del territorio español, al margen de que se le diga que al final de la educación tendrá asegurado el conocimiento de las dos lenguas.
Lo que ya practica la Generalitat
Sin embargo, y por ello hay que pedir siempre el matiz, hay que tener en cuenta lo que ya practica el propio modelo educativo. La Generalitat permite que se imparta el castellano, al margen de la lengua y la literatura castellanas, “en los centros que dadas las condiciones de su entorno sociolingüístico dispongan de un proyecto específico”. Según los propios datos de la Generalitat, un 13% de las escuelas públicas y concertadas de Cataluña ya utilizan el castellano como lengua vehicular. Y en el proyecto del departamento de Educación se prevé que el inglés represente entre un 12% y un 18% de las horas lectivas.
¿El castellano merece algo más? Es lo que se debe comenzar a debatir, entre toda la sociedad catalana. Se debe crear un nuevo consenso, en Cataluña, respetando las leyes también del Gobierno español.
¿Cuál es el problema en realidad? La falta de lealtad institucional, que se ha roto por completo en los últimos años. En los dos sentidos, no sólo en uno.
España, en su conjunto, debe valorar la lengua catalana, al margen de si considera o no que no vale para nada. Tampoco el danés se habla en muchos otros lugares del mundo que en Dinamarca, y nadie lo pone en cuestión. Y en Cataluña se debe llegar a un equilibrio político que establezca que las quimeras no sirven, esas sí, de nada. Y que se puede llegar, de nuevo, a una situación de entendimiento, como había ocurrido desde la transición.
Eso sí, ni Wert ni Homs sirven en estos momentos para alcanzar ese necesario equilibrio.