Pablo Iglesias, by Diego Asenjo, by Flickr

Pablo Iglesias, by Diego Asenjo, by Flickr

El léxico, qué importante es. La interiorización de conceptos, la asimilación de las ideas de otros. Es vital. La izquierda, la llamada socialdemocracia, ha perdido esa batalla. Ha comprado casi todo lo que, aparentemente, era moderno. Y ahora lamenta su situación.

Personas que se consideran de izquierdas, votantes socialistas en Cataluña y en el resto de España llegan a defender que un piloto de motociclismo, como Marc Márquez, pueda pagar sus impuestos fuera del país, porque, en realidad, no trabaja en España. Si corre en todos los circuitos del mundo, es lógico que quiera ahorrarse dinero allí donde se lo permitan. Eso es una victoria del individualismo, de la revolución conservadora iniciada a finales de los años setenta en el Reino Unido y en Estados Unidos. Han ganado. Y no hay nadie delante para presentar un modelo alternativo.

Las cosas no se improvisan. En el libro Una nación conservadora, el poder de la derecha en Estados Unidos, de dos periodistas de The Economist, John Micklethwait y Adrian Wooldridge, se narra cómo en los años cincuenta y sesenta se iba preparando el terreno. Dinero abundante, think tanks poderosos, el talento de jóvenes investigadores, todo bien engrasado para fomentar un proyecto político que combatiera al liberalismo, que en Estados Unidos equivale a la izquierda intervencionista europea. Y lo consiguieron.

En Europa la izquierda clásica llora. Pero lo hace porque ha perdido el poder, y porque han nacido proyectos a su izquierda que, en realidad, lo que querrían es que aquellos partidos que fomentaron la creación de amplias y poderosas clases medias –siempre contando con las clases trabajadoras, los obreros denostados ahora— siguieran musculados y en primera línea. Pero, seguramente, ya no podrá ser. Podemos se ha ido articulando en España, y, gane o no las elecciones, es ahora más alternativa al PP que el PSOE, que no sabe bien quién es su adversario.

La reflexión de este artículo es que hay que  combatir, hay que presentar batalla. Y hay que saber con quién se cuenta. La clase obrera no es la misma. Hay menos fábricas, pero esos obreros son en estos momentos los trabajadores de los centros de llamadas telefónicas, por ejemplo. O de los servicios de limpieza, o de los centros comerciales.

En el Reino Unido, siempre pionero, para lo bueno y lo malo, la marginación de la clase obrera que protagonizó el nuevo laborismo de Tony Blair permitió la llegada posterior al poder del Partido Conservador. Muchas veces no pensamos en los números. Owen Jones lo explica en su libro Chavs, la demonización de la clase obrera, ya comentado en este blog. Recuerda que de todos los votantes que el nuevo laborismo terminó perdiendo, la mitad desapareció justamente en los primeros cuatro años, entre 1997 y 2001. Es decir, cuanto Blair comenzó su mandato.

De los cinco millones –cinco—de votantes  que había perdido el laborismo, cuatro millones abandonaron el barco cuando Blair estaba al frente. Esos votantes –mensaje para el PSOE—no se pasaron a la derecha. Y es que, como señala Jones, el voto tory sólo creció –sólo—un millón entre 1997 y 2010. La decadencia, por tanto, había empezado antes. Y fue la implacable marginación de la clase obrera británica la que llevó a su derrota total en 2010, con la llegada de David Cameron.

Podemos huye de ese eje gastado de la izquierda y la derecha. Nadie cree en eso. No es moderno. Se pretende recoger de todos los flancos, porque los descontentos, claro, están en todos lados. Pero lo que ha ocurrido en gran parte de Europa es que se pensó que esas personas no existían, que se habían convertido, por arte de magia –o del crédito fácil, que se ofreció como alternativa para paliar los salarios cada vez más bajos—en clases medias aburguesadas.

Y es que la política de centro se ha deteriorado, porque no quería decir nada. Lo que ha demostrado esas apelaciones al centro, tipo Blair, es que no han afrontado las necesidades y aspiraciones de la clase trabajadora, y todos esos ciudadanos lo que han  hecho es dejar de votar. Han pasado a ser personas apáticas, y, en el peor de los casos, –los menos—han apostado por las soluciones que les ofrecen los partidos de extrema derecha.

Por eso es importante saber con qué cuenta Podemos, qué pretende, en España y en todas las autonomías. En Cataluña –donde sigue utilizando un discurso que no interesa a esas personas sin trabajo o mal pagadas, como el derecho de autodeterminación, que es una reliquia del pasado—no parece que lo tenga, precisamente, claro.

Y volvemos a Tony Judt, y a su imprescindible –¿no lo tienen a mano siempre en la mesilla de noche—libro Algo va mal.

Dice Judt: “Se ha convertido en un lugar común afirmar que todos queremos lo mismo y que lo único que varía un poco es la forma de conseguirlo. Y esto es simplemente falso. Los ricos no quieren lo mismo que los pobres. Los que se ganan la vida con su trabajo no quieren lo mismo que los que viven de dividendos e inversiones. Los que no necesitan servicios públicos –porque pueden comprar transporte, educación y protección privados—no quieren lo mismo que los que dependen exclusivamente del sector público. Los que se benefician de la guerra –gracias a los contratos de defensa, o por motivos ideológicos—tienen objetivos distintos de los que se oponen a la guerra. Las sociedades son complejas y albergan intereses conflictivos. Afirmar otra cosa –negar las diferencias de clase, riqueza o influencia—no es más que favorecer unos intereses por encima de otros. Esto solía ser evidente; hoy se nos dice que son soflamas debidas al odio de clase y se nos insta a que lo ignoremos. De forma parecida, se nos anima a perseguir el interés económico y excluir todo lo demás y, de hecho, hay muchos que tienen algo que ganar con ello”.

El historiador Santos Juliá ha reclamado que esa izquierda se despierte, porque todo se está desmantelando, ante la perplejidad de una ciudadanía rota. La diputada Rocío Martínez y el profesor Víctor Lapuente reclaman también un cambio en el lenguaje, para pasar de las propuestas huecas a la acción. El problema es si todo esto llega ya muy tarde.

Las fuerzas conservadoras llevan décadas articulando el discurso, y han sido tan eficaces que se defiende que alguien pague sus impuestos allí donde sean menores.