La emoción es enorme. Los escritores, en sus procesos de creación, tienen enormes dudas. Pasan por momentos complicados, aunque tengan ya una larga obra, o el oficio suficiente para saber que saldrán adelante. El periodista también pasa por esa situación, pero es consciente de que su trabajo es efímero, y que al día siguiente deberá sortear los mismos obstáculos. Así que no se lo piensa dos veces y escribe sin pausa. En cualquier caso, debería atender los mismos principios que el escritor, y buscar la excelencia, aunque sus piezas sean más breves. Pero, aunque se conozca todo eso, el lector se emociona cuando tiene entre sus manos las cartas cruzadas que Joseph Roth y Stefan Zweig se escribieron a lo largo de los años, y que El Acantilado ha publicado en español, con el título de Josep Roth & Stefan Zweig. Ser amigo mío es funesto. Correspondencia (1927-1938).
Los dos escritores, que siempre se trataron de usted, entablaron una enorme amistad, de respeto, y admiración mutua. Pero la relación fue desigual. Roth y Zweig partían de experiencias diferentes, y, aunque compartieron ese mundo añorado –tal vez idealizado a partir de aquel fabuloso libro de François Fejtö, Requiem por un Imperio Difunto (Mondadori, 1990) – reaccionaron también de forma distinta ante la amenaza del nacionalsocialismo alemán.
Roth había crecido en la parte más pobre del Imperio Austro-húngaro, nacido en Brody, hoy Ucrania y territorio polaco. Judío, como Zweig, llega a la Viena imperial con apenas 19 años. Pertenece a esa Europa del este olvidada, y maltratada, con el oso ruso demasiado cerca. Roth dependió de un familiar para sus estudios universitarios en Viena, pero no los acabó, al estallar la I Primera Guerra Mundial, en la que acabó alistado.
Zweig, 13 años mayor que Roth, pertenecía a una gran familia vienesa, crecido en un ambiente liberal y cosmopolita, doctorado en la Universidad de Viena en Humanidades, con una tesis sobre la filosofía de Hippolyte Taine. Viajado –lo hizo por España en su etapa de estudiante y por todas las capitales europeas—mantuvo siempre una mentalidad abierta, con ese optimismo por una Europa sin fronteras, pacifista, con una confianza ciega en la modernidad y en el progreso humano.
Pero el judío del este reaccionó con mayor celeridad, con mayor determinación, y, por ello, sufrió continuamente, con mayor intensidad que Zweig. Roth, el autor de La marcha Radetzky, La cripta de los capuchinos, La tela de araña, o La leyenda del santo bebedor, es también el autor de El Anticristo, un alegato moral contra la barbarie. Se trata de un ensayo publicado en una editorial de Amsterdam, en 1934, la ciudad en la que ya se habían refugiado numerosos escritores de lengua alemana perseguidos por el régimen nazi. Roth denuncia lo que se avecina y, furioso, trata de combatir con toda su fuerza el peligro nazi, que ya había descrito en sus novelas.
Roth se consideró a sí mismo como un portavoz combatiente, que, aunque con muchos perjuicios personales, como recuerda Heinz Lunzer, en el epílogo del libro de la correspondencia con Zweig, utilizaba todas las publicaciones a su alcance para luchar contra el nazismo. Stefan Zweig, en cambio, “pretendía ser comprendido sólo mediante su obra literaria, sin hacer manifestaciones públicas sobre los eventos cotidianos”, pese a las ayudas económicas y a las gestiones de todo tipo a favor de sus amigos y refugiados.
El autor de El mundo de ayer, de 24 horas en la vida de una mujer, o de los ensayos sobre Fouché, María Antonieta o Erasmo de Rotterdam, acabó reaccionando. En 1934 abandonó Austria, cuando la policía registró su casa en busca de armas. Se exilió en Inglaterra, y, finalmente en Brasil, donde se suicidó con su mujer Lotte en Petrópolis.
Dinero, Roth necesitaba dinero
En las cartas los dos escritores reflejan esa desigual relación. Roth está en deuda con Zweig, considera que ha sido afortunado con esa amistad, en gran parte porque Zweig era el gran escritor del momento, con fama y con grandes ingresos por sus obras. Pero también porque, precisamente, Zweig le acababa ayudando económicamente, y le solventaba los embrollos en los que se metía Roth, capaz de vender derechos de autor a tres y cuatro editores a la vez, impotente siempre para gestionar sus ingresos, que fueron importantes como periodista de los grandes periódicos alemanes, en especial el Frankfurter Zeitung.
Roth necesitaba dinero. Su mujer, Friederike, con la que se casó en 1922 en Viena, sufrió una enfermedad mental y acabó ingresada en un sanatorio. Toda la ayuda era poca, a pesar de los desvelos de amigos como Soma Morgensten, o el propio matrimonio Zweig, de Stefan y Friderike (de la cual se incluyen también cartas en el libro).
Zweig le ayudó todo lo que pudo. Aunque en las cartas se constata era relación, a veces paternalista, en la que Zweig le reclama que se coja cuatro semanas en un centro de desintoxicación, porque es consciente de que el alcohol está minando la vida de Roth.
Conmueve leer esa correspondencia. Emociona imaginar a Zweig escribiendo a Roth, cuando le informa de que está haciendo lo posible, en junio de 1936, y desde Londres, para que uno de los editores de Roth “le pague a usted las 200 libras resultantes de la conclusión del contrato”, esperando que “con eso reconduzca un poco la situación”. En la misma misiva Zweig le explica su estado de creación: “Castellio (Castellio contra Calvino, un enorme libro en defensa de la libertad religiosa) me ha sumido en la desesperación y puesto realmente enfermo”. (…) “Ya no puedo ir a Ginebra, salvo a ver al pastor de la iglesia de Calvino, que ama apasionadamente a Castellio. Pero también se sobrevive a esto después de todo”.
Roth murió alcoholizado en París en 1939, justo antes de que pudiera comprobar lo que él mismo había denunciado: el fin de Europa, y la barbarie nazi. Zweig se suicidó en 1942 en Brasil. La Europa que habían conocido ya no existía. Lo que nos queda es una enorme obra literaria, desde artículos periodísticos (Crónicas berlinesas, Minúscula, de Roth), hasta novelas y ensayos. Y sus principios, la honestidad de dos hombres comprometidos con su tiempo.
Tras esas misivas, en las que se habla de literatura, de política o de la cuestión judía, podemos releer con otros ojos a dos de los más grandes escritores europeos.