Europa Postas, 1794, Biblioteca Nacional, vía Flickr

Existe en el corazón de la cultura política española, y también catalana, aunque en menor proporción, una idea con una fuerza enorme: el cambio total, la búsqueda de una cierta perfección, de lograr aquello que nos parece ideal. Y con ese lastre se explica la historia de España, capaz de enormes vaivenes, siempre con una sociedad muy sufrida, que lo ha aguantado todo, y que sigue sobreviviendo, capaz de enormes expresiones de talento, como ocurre en estos momentos con los sectores de la población más joven.

Esa corriente de fondo se está produciendo de nuevo ahora, en el conjunto de la sociedad española, aunque con algunas lecciones aprendidas, como se verá, seguramente, en los próximos meses.

Podemos lidera una renovación política, que surge del enorme malestar y del enojo social, que se acabará transformando en una energía positiva y posibilista. Las piezas podrían ir encajando, con la idea de que España, –a ojos de los extranjeros es una evidencia—es capaz otra vez de reinventarse.

El problema central, se acepte o no, es el movimiento independentista en Cataluña. Sea por unas razones u otras, –económicas, incumplimientos de los gobiernos centrales, exageración de los errores de algunas instituciones—lo que pueda pasar en Cataluña distorsiona por completo la vida política, social y económica en España.

El discurso sobre el Estatut

Por ello es muy aconsejable volver al pasado más reciente. El periodista Lluís Foix recuperaba en su artículo Entre la rigidez y la astucia, viejos textos imprescindibles. Y, curiosamente, son los mismos que el autor de este blog sigue releyendo desde hace unos meses. Se trata del libro que el diplomático español José María Ridao publicó en Galaxia Gutenberg con las dos intervenciones con motivo de la discusión del Estatut de 1932 en las Cortes de José Ortega y Gasset y Manuel Azaña.

Para mi gusto, Ortega aguanta mejor el paso del tiempo. Su análisis es certero, con apreciaciones que, leídas ahora, parecen escritas hace apenas unas horas. Azaña es un maestro. Y si algún lector se ha atrevido con El Jardín de los frailes, sabe que el intelectual y el político republicano exige una enorme atención. Pero Azaña cambió de opinión, como recuerda Foix, y en La Velada de Benicarló dejó constancia de que la política catalana es en exceso enrevesada, y que uno de sus males es que nunca se ha sabido muy bien qué se quería hacer. Ni entonces, ni ahora.

Ortega considera, y en eso nos recuerda a Popper, que los problemas se deben abordar, sí, pero que nunca hay soluciones que nos puedan satisfacer por completo. Ortega insiste en esa idea de la conllevancia, que no debe entenderse como algo negativo, sino como un acuerdo, que se debe ir renovando, y que provoca tensiones. Es un mensaje que denota un cierto pesimismo, es verdad, pero que garantiza la convivencia cuando nos referimos a sociedades tan engarzadas como la española y la catalana.

Dice Ortega, en aquella intervención de mayo de 1932, que, de la misma manera que hay catalanes que tienen “una tendencia sentimental a vivir aparte”, hay también “muchos catalanes que sienten y han sentido siempre la tendencia opuesta”. (…) “Muchos, muchos catalanes quieren vivir con España”, señala Ortega, rechazando con ello que fuera a extraer “consecuencia ninguna”.

A Ortega, en ese momento, le interesaban los otros catalanes, los que querían vivir aparte, para encontrar una solución. De hecho, Ortega, y lo demuestra en aquella intervención, fue el padre del actual Estado de las autonomías, al proponer que a los “provinciales” se les pudiera imponer “la autonomía comarcana o regional” para que se espabilaran con sus propios asuntos y despertaran como miembros de la sociedad. Es decir, lo que podía ser bueno para reconocer una realidad como Cataluña se podía extender al resto del país, aunque fuera una descentralización administrativa.

La idea de Ortega es que no se podía buscar una solución definitiva en esa dialéctica entre Cataluña y España. Y señalaba, como si fuera ahora:

“No, muchos catalanistas no quieren vivir aparte de España, es decir, que, aun, sintiéndose muy catalanes, no aceptan la política nacionalista, ni siquiera el Estatuto, que acaso han votado. Porque esto es lo lamentable de los nacionalismos; ellos son un sentimiento, pero siempre hay alguien que se encarga de traducir ese sentimiento en concretísimas fórmulas políticas: las que a ellos, a un grupo exaltado, les parecen mejores. Los demás coinciden con ellos, por lo menos parcialmente, en el sentimiento, pero no coinciden en las fórmulas políticas; lo que pasa es que no se atreven a decirlo, que no osan manifestar su discrepancia, porque no hay nada más fácil, faltando, claro está, a la veracidad, que esos exacerbados les tachen entonces de anticatalanes”.

Escrito en 1932.