14126635274_59cc681d82_b

Cuando se dispone de grandes altavoces, cuando analistas destacados, con buenos cargos y sueldos, alaban una determinada posición, resulta inútil proponer una alternativa. El discurso ya se ha creado, y se impone un único camino. Alemania ha conseguido erigirse en esa voz autoritaria, que riñe a los díscolos, que manda en su entorno europeo, y que acompleja a países como España, siempre con el sentimiento latente de que es incapaz de estar a la altura.

Pero con ojos más atentos, con la voluntad de pensar en los intereses generales de Europa –el mejor lugar en el mundo, todavía—se comprueba que Alemania está cometiendo un gran error. Ni para los propios alemanes, ni para el resto de europeos puede ser un modelo económico brillante. Es más, comienza a ser un verdadero problema.

Las exportaciones de Alemania han sufrido un parón considerable. Antes, sin embargo, de entrar en una maraña de datos, debemos recordar, una vez más, las palabras de Raghuram Rajan, actual gobernador del Banco Central de la India. Rajan, autor del mejor libro desde que estalló la crisis financiera en 2007-2008, Grietas del sistema (Deusto, 2011), fue economista jefe del FMI, entre 2003 y 2007. En su libro destaca las deficiencias del sistema económico mundial. Una de ellas es que determinados países han orientado toda su economía a la exportación, favoreciendo los desequilibrios. Y señala que “por desgracia, cuando Alemania y Japón se transformaron en exportadores grandes y ricos, los hábitos y las instituciones adquiridos durante su desarrollo los han dejado incapaces de generar una demanda nacional sólida y sostenible, y de alcanzar un equilibrio en su desarrollo”.

Por tanto, cuando el ministro de Economía español, Luis de Guindos, incide en que la economía española podría sufrir otra vez algún contratiempo se está refiriendo a las políticas de determinados países, entre ellos Alemania, que sigue sin entender cuál debe ser su papel.

Una demanda interna insuficiente

Philippe Legrain, uno de los asesores económicos principales del ex presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso, ha asegurado que el modelo económico alemán “encaminado a empobrecer al vecino, al mantener en un nivel bajo los salarios para subvencionar las exportaciones, no debe servir de ejemplo para el resto de la zona euro”.

Es decir, el problema, o la distorsión en Europa se llama Alemania. No es tanto la solución como el gran obstáculo, porque no asume tampoco sus propias deficiencias. Una de las grandes paradojas es que su balanza por cuenta corriente no deja de aumentar. Exporta menos, pero también importa menos, y la diferencia es mayor. Con un superávit de 197.000 millones de euros –que sería casi el 20% del PIB español—en junio de 2014, ocurre que la inversión ha disminuido del 22,3% del PIB en 2000 al 17% en 2013. Alemania tiene abandonadas sus infraestructuras; el sistema educativo se resiente –según Legrain el número de nuevos aprendices es el más bajo desde la reunificación, con menos graduados jóvenes, el 29%, que Grecia, con el 34%, y sus mejores universidades figuran rozando el puesto 50 entre las mejores del mundo—y la demanda interna se desploma.

Los trabajadores alemanes ganan menos, en términos reales, que en 1999, cuando se acordó, entre los agentes sociales y económicos una limitación de los salarios. ¿Es éste el modelo que tanto se alaba?

La gran pregunta es saber para qué quiere la canciller Angela Merkel ese enorme superávit.

 ¿A quién exportar?

El peso de Alemania en las exportaciones mundiales se ha ralentizado, y ha pasado del 9,1% en 2007 al 8% en 2013, el mismo porcentaje que durante la reunificación, cuando a Alemania se le consideraba el “enfermo de Europa”. Las compañías alemanas siguen siendo fuertes y respetadas, pero, según el Instituto DIW de Berlín, entre 2006 y 2012 el valor de las acciones de Alemania en el extranjero se redujo en 600.000 millones de euros, un 22% del PIB.

La paradoja es que los inversores y los bancos alemanes han presionado para que se obligara a los países deudores a acometer todas las reformas que fueran necesarias, con devaluaciones salariales enormes –España ha sido obligada, porque tampoco puede salir del euro— pero, eso sí, sin dejar de pagar los intereses de los créditos –ofrecidos en su momento de forma alegre e irresponsable por esas mismas entidades alemanas. Y, con las políticas actuales de Alemania, esas deudas, al final, no se podrán pagar.

Si la demanda interna alemana se debilita aún más, el crecimiento se acabará apagando en el resto de países, en concreto en algunos como España. Y si ello ocurre, las entidades financieras alemanas tendrán verdaderos problemas para recuperar los créditos que ofrecieron a la Europa del sur. Esas deudas serán insostenibles, y plantearán la posibilidad de quitas, algo que nadie desea.

Con nuevos competidores, como China o Turquía, ¿pueden basarse todos los países europeos en las exportaciones, como hace Alemania?

 Mejorar la competitividad

Legrain, y otros expertos, que recelan de las palabras grandilocuentes del ministro alemán de finanzas, Schäuble, o de la propia Merkel, recetan otras políticas para Alemania, pensando en los ciudadanos alemanes y en los europeos. La idea es centrarse en la productividad, y no en la competitividad, con mejores salarios para los trabajadores. Ver en los tipos de interés, casi al 0% que Mario Draghi ha impuesto al frente del Banco Central Europeo, una oportunidad para invertir en esas mejoras de productividad –mejores productos y de gran valor añadido—y aceptar que Alemania envejece y que debe acoger a jóvenes inmigrantes.

¿Es una quimera? El Gobierno alemán ha empezado a comprobar ahora que las cosas no van bien. Que su modelo tiene grandes limitaciones. Si sus bancos desean cobrar las deudas, si sus empresas desean incrementar las exportaciones, si sus trabajadores esperan cobrar pensiones en el futuro, si se desea una cohesión social aceptable en su entorno europeo, Alemania debe cambiar.