España fue otra y ahora es también otra en función de la legislación sobre el derecho urbanístico. Pero fue y ahora es otra por el boom inmobiliario. La corrupción se hizo presente, y la calidad democrática de las instituciones, en comparación con los países del entorno europeo, se desmoronó como consecuencia de ese crecimiento económico basado en unos fundamentos equivocados.
La izquierda tiene claro que el origen del mal partió de una ley del Partido Popular, bajo el mandato del Presidente José María Aznar, en 1998. Se trata de la Ley del suelo, que se considera que descentralizó el urbanismo. Pero no es del todo cierto. Es más, Aznar trató de enmendar errores anteriores. Y, se esté a favor o no de aquella medida, o caiga mejor o peor el señor Aznar, es necesario ver qué ocurrió de verdad.
Se trató, en realidad, de un exceso de las comunidades autónomas. O de un cambio radical por parte, en concreto, de la Comunidad Valenciana. Ahora que el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, pretende reforzar a los alcaldes, al entender que deben gobernar los más votados, con la intención de iniciar una reforma legal, es necesario ver que los errores llegaron por la decisión del Tribunal Constitucional de avalar las competencias de las autonomías. Curioso.
El economista Luis Garicano lo recuerda en su libro El dilema de España. Y asegura que el cambio drástico en la legislación urbanística llega de la mano del Gobierno valenciano, en 1994. Califica su decisión como “el kilómetro cero de los mayores desmanes urbanístico-financieros españoles”.
Lo que aportó Valencia es la figura del convenio urbanístico. Con ella el propietario, tras un acuerdo con el ayuntamiento, podía hacer lo que desease con el suelo. La otra figura que introduce es la del agente urbanizador. Se trata de un promotor que puede proponer un plan de desarrollo del terreno a un tercero. ¿Y qué puede hacer? Ofrece una parte al ayuntamiento, “otra se la queda él y la tercera se la da al propietario”, como señala Garicano. De esa forma, el ayuntamiento puede ofrecer, de forma legal, un justiprecio al propietario y obligarle a aceptarlo. Si se aprueba el plan, ese proyecto no estará sujeto a las clasificaciones previas del terreno.
Con ello, la descentralización que se iniciaba en ese momento era total. Y le dio a los ayuntamientos, y, por ende, a los alcaldes, una enorme responsabilidad, que, como se ha visto, no utilizaron en beneficio del conjunto de la sociedad, sino de unos pocos. Garicano asegura que se puso la primera piedra “para que los promotores capturasen, ¡voluntariamente!, a los alcaldes y a los presidentes de las comunidades autónomas”.
El Gobierno central quiso defenderse. Uno entiende que estaba bien esa descentralización, si se creía en el Estado autonómico. Pero el uso de esa posibilidad fue perversa. El Gobierno, en todo caso, presentó un recurso de inconstitucionalidad. Pero el TC lo rechazó en 1997, con el argumento de que, efectivamente, la Constitución otorgaba las competencias de derecho urbanístico a las autonomías.
Y lo que trató de hacer Aznar, con la ley del suelo de 1998, fue constitucionalizar la legislación anterior, la ley de 1990, y el texto refundido de 1992. Los dos textos reformaban la ley de 1975. Lo que quiso legislar Aznar fue liberalizar la oferta del suelo, sí, para crear un marco libre que evitara esa “arbitrariedad” de los ayuntamientos. Pero el Constitucional se cargó la ley en 2001, por lo que cada comunidad autónoma llevó a la práctica lo que quiso hacer en materia urbanística, con todos los excesos conocidos.
Garicano explica que, con todos esos cambios, un promotor podía hacerse rico “desarrollando suelo que nunca antes había estado en el mercado, sólo con conseguir la aprobación del alcalde”.
Perfecto. Los pioneros fueron los valencianos. Algún día, no muy lejano, los propios valencianos deberían explicar qué han hecho exactamente con su comunidad, y qué responsabilidades individuales creen que deben asumir.
Aquella legislación creó un gran vacío legal porque las comunidades se volcaron en legislar en materia urbanística, ya que el Constitucional les había ofrecido en bandeja la oportunidad, ante la incredulidad de muchos expertos que no entendían cómo la Administración central podía ser ajena a esa transformación urbanística.
Esa es la realidad. Ahora se verá cómo el Gobierno de Mariano Rajoy puede recomponer las cosas, en función de la reforma local que ha impulsado.
El papel de las cajas de ahorro, claro, eso para otra ocasión.