La izquierda europea está acomplejada. Ha llegado a una situación muy poco comprensible, y se deja intimidar a la menor ocasión por interlocutores que lo único que hacen es exhibir la ortodoxia, con razonamientos infantiles. La izquierda es combate, es pulso democrático, es la lucha por principios, admitiendo desde el primer momento que hay intereses contrapuestos y que habrá que convencer al contrario, pero siempre desde la firmeza y la convicción de lo que se defiende.
Y en Europa todo eso está de retirada. Tanto que los socialistas europeos creen que pueden apuntarse un tanto presionando a la cancillera alemana, Angela Merkel, para que se acepte a Jean Claude Juncker como presidente de la Comisión Europea. ¡A Juncker, un conservador, candidato del Partido Popular europeo, y ex ministro de Luxemburgo!
Merkel lo quiso, pero duda ahora, ante las reticencias del también conservador británico, David Cameron.
Los socialistas, liderados nominalmente por el presidente francés, François Hollande, defienden que Juncker ganó las elecciones, y que, pese a todas las ambigüedades del Tratado de Lisboa, debería presidir la Comisión Europea. Si a los ciudadanos de toda la Unión Europea se les dijo –Merkel argumenta que sólo lo apuntaron los socialistas jugando con fuego—que su voto esta vez iba a servir para elegir al presidente de la Comisión Europea, –votando a los candidatos que cada familia ideológica había escogido—ahora sería nefasto que los presidentes y jefes de estado nombraran a otro distinto.
Lo curioso del caso es que los socialistas se conforman con una posible coalición con el PPE, liderada por Juncker, y con un segundo puesto, como coordinador del Consejo Europeo, para un socialista: o el democristiano italiano Enrico Letta o el francés Jean-Marc Ayrault. ¿Pero quién ganó las elecciones europeas?
Hollande acaba de protagonizar una reunión con los dirigentes socialdemócratas europeos para mostrar su apoyo a Juncker y mostrar a Alemania que los deseos del primer ministro italiano, Matteo Renzi, son una quimera.
Pero Renzi se cree los postulados de la izquierda. Y está aportando aire nuevo al conjunto de los países del sur europeos. En una entrevista, cuando todavía era alcalde de Florencia, en 2013, aseguraba que en Italia se había desistido en el combate de las ideas: “Nos hemos criado demasiado bien. Porque después de los años del boom económico, el tener demasiado ha hecho que nos olvidemos de ser. Los italianos se han sentido satisfechos y las familias se han dedicado más a mimar a sus hijos que a estimularlos. Hoy hay que darle la vuelta al razonamiento, les corresponde a sus hijos, a los nativos digitales, cambiar las cosas. Es un cambio generacional. Sin embargo, la política debe ser capaz de secundarlo y de construirlo”.
Renzi reclama un nuevo Pacto de Estabilidad en Europa, que modifique el corsé del 3% de déficit, y del 60% de deuda pública, que se revitalice la economía europea con planes de inversión, que se luche para virar la Unión Europea hacia postulados menos permisivos con la rigidez alemana, que vela por los intereses de los inversores y ahorradores.
Y claro, a Renzi se le trata de callar ahora, con Hollande en primer lugar, que desea hallar algún tipo de componenda con Merkel, que lleve a una coalición en Europa, mostrando, a cambio, su apoyo a las directrices de los ortodoxos alemanes.
La paradoja es que la respuesta a la anterior pregunta, ¿Quién ganó las europeas?, es sintomática.
Las elecciones las ganaron los socialistas. En votos, los partidos socialdemócratas, que propugnaban a Martin Schulz como presidente de la Comisión Europea, obtuvieron 40 millones, frente a los 39,9 millones de votos de los partidos de la familia del PPE. Sin embargo, en escaños ganaron los Populares, por un 29% frente al 24% de los socialistas. El problema es que el PPE fue especialmente fuerte en países pequeños, donde conseguir un escaño cuesta menos votos que en países de tamaño más grande. Daniel Gros lo explica muy bien, al comparar el voto en Luxemburgo o en Italia. En el pequeño país un escaño cuesta 26.000 votos. En Italia, 370.000 votos.
Aceptada esa victoria en escaños, sin embargo –el sistema electoral deberá mejorar para hacer de Europa un verdadero estado federal para todos los europeos—los socialistas no parecen que quieran exigir gran cosa. Siguen aletargados, tratando de no molestar. ¿Pero, de no molestar a quién?
La estampa no puede ser más gráfica: Hollande, frente a Renzi. Veremos cómo evoluciona.
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