El secreto de los países que gozan de una economía saneada, de una economía inclusiva que funcione para la gran mayoría de sus ciudadanos, radica en sus instituciones políticas, como han demostrado Acemoglu y Robinson en su maravilloso libro Por qué fracasan los países. No se trata de aquellas demostraciones sobre los factores culturales o religiosos, del calvinismo de los países del norte, sino de las buenas artes de los arquitectos políticos, del diseño de las instituciones. Y en España en los últimos años hemos podido comprobar que hay serios problemas que se ciernen sobre unas instituciones políticas que exigen ya reformas importantes. El debate político, precisamente, está centrado ahora en el llamado derecho a decidir que el Gobierno catalán ha lanzado para reclamar una consulta en la que se pueda dirimir la relación futura de Catalunya con el resto del estado español. Pero no vamos aquí a buscar una salida a esa cuestión. Nos sirve, en cambio, para adoptar esa expresión en el terreno económico.
Y es que con los datos frescos del cierre de 2013, el debate en España debería centrarse cuanto antes en el modelo que se desea a medio y largo plazo. Se trata de reclamar el derecho a decidir sobre qué queremos que sea España, y, en función de la respuesta, cómo lo podremos pagar y mantener en el futuro. Es lo que en algún momento el Gobierno español, del signo que sea, debería plantear a la ciudadanía de una forma seria y clara.
Aseguraba el economista David Taguas, fallecido a principios de este año de forma repentina, que toda su profesión debería hacer un ejercicio de autocrítica. Porque las voces sobre cómo debía salir España de la crisis han sido muy diversas. Se ha defendido, y de forma simultánea, que la vía de salida era y es la devaluación interna, y que ya se ha producido logrando competitividad. Pero también se ha defendido que de la crisis se sale con ahorro, pero también se sale a través del consumo. Que se sale con deuda, pero que hay que reducirla, que se sale subiendo impuestos, y al contrario. Y todo ello ha provocado una gran confusión en el ciudadano, que no sabe en qué dirección camina el Gobierno. Y lo que es más importante, que no sabe si el esfuerzo realizado y el que queda por acometer valdrá la pena para alcanzar una situación mucho mejor para España en el concierto internacional.
Por eso urge un gran debate sobre qué queremos, y qué estamos dispuestos a pagar para conseguirlo. Los datos nos ayudarán a entender dónde estamos.
Taguas acababa de publicar, cuando falleció, Cuatro bodas y un funeral (Deusto, 2014). Las bodas fueron el gasto público; el consumo; el poder adquisitivo y el crédito. Y el funeral la deuda y el desempleo. Todo eso combinado, llevaba a Taguas a apostar, –para poder salir de la crisis–, por una bajada de impuestos, con el objeto de aumentar el ahorro –porque la financiación externa ya no se podía mantener después de déficits por cuenta corriente del 10% del PIB justo antes del inicio de la crisis en 2007-2008—y una reducción del gasto no productivo del Estado de 7% del PIB, aunque de forma progresiva.
Es decir, una de las posibles respuestas para España es hacer un estado más pequeño, con menos gasto, teniendo en cuenta que se necesita ahorrar, para fomentar la inversión y la expansión económica a medio plazo. Pero eso exige sacrificios, renuncias, menores prestaciones del estado de bienestar, o un tijeretazo monumental a la estructura del poder político, que es en eso en lo que pensaba Taguas. Para ello falta voluntad política, agallas, en definitiva. La otra apuesta es incrementar la carga fiscal, para lograr más ingresos y equilibrar las cuentas. Y ello también exige dar la cara, y explicar qué se quiere y por qué.
Más gastos que ingresos
El Gobierno cerró 2013 con un déficit del 6,6% del PIB, sólo una décima por debajo del objetivo que marcó la Comisión Europea. En 2012 ese déficit fue del 6,84%. No se ha reducido mucho, aunque el propio hecho ya es importante, porque demuestra que se ha controlado. Pero debemos observar cómo se ha conseguido. Los ingresos han aumentado un 0,59% del PIB, mientras que el gasto ha descendido un 0,38%. El dato más interesante es que los ayuntamientos presentaron un superávit de 0,4%, como demuestra el caso de Barcelona, con 140 millones de superávit. Las corporaciones locales, por tanto, han ayudado a ese equilibrio de forma notable, amén de una reducción brutal de la inversión del 17%, algo muy negativo a medio plazo.
Sin embargo, en el capítulo de ingresos, el Gobierno no acaba de acertar la jugada. Calculó 174.099 millones, y obtuvo 168.847 millones. Sólo con el IVA hizo una previsión de 55.000 millones, y logró 51.900 millones, lo que evidencia la debilidad, todavía, de la demanda interna. En definitiva, y esto es lo grave, España tiene unos ingresos a través de impuestos que suponen el 37,8% del PIB, cuando el porcentaje medio en la Unión Europea es del 45,4%. Es decir, España debería recaudar más, debería ingresar más, si se compara con los países de su entorno europeo.
Esos datos parecen dejar claro que el problema no es una carga fiscal excesiva, sino un déficit de ingresos. Aunque siempre debemos, en estos casos, buscar una lupa que nos aporte de dónde surgen esos ingresos. Y, tal vez, Taguas tenga razón cuando propone una bajada de impuestos para determinadas rentas medias, que son las más castigadas, y las que podrían elevar el consumo si el Gobierno les diera un respiro.
Pero los datos sugieren, en cualquier caso, que es urgente abrir el debate. Los gastos suponen el 44% del PIB, y, como hemos visto, los ingresos no llegan al 38%. ¿Qué hacemos?¿Nos acogemos a la vía Taguas, y España asume que su estado debe ser más pequeño? ¿O buscamos cómo ingresar más y compensar ese desequilibrio?
Un alto responsable del gobierno catalán apuntaba recientemente un hecho poco cuestionable. Cuando se producen huelgas, protestas en determinados ámbitos, como el del transporte público, por ejemplo, el ciudadano se pone en muchas ocasiones del lado del trabajador que protesta. Y empatiza con él para que le aumenten el sueldo, con tal de que la situación vuelva a la normalidad y no se vea perjudicado por una huelga en la calle en su vida cotidiana. Pero ese aumento de sueldo lo pagará también él, lo pagarán todos los ciudadanos. Y el transporte público se encarecerá, porque el déficit será mayor.
La cuestión es que no se asumen las responsabilidades. Ese ciudadano tiene derecho a decidir ya sobre el futuro de la economía española. Tiene derecho a que sus gobernantes le planteen las disyuntivas, a que le digan con qué se cuenta, y qué se desea alcanzar.
En caso contrario no parece muy llevadero, pensando en que la población española está envejeciendo, que los gastos sean seis puntos más elevados que los ingresos. Eso no es sostenible en el tiempo, y debemos saberlo todos.