Galbraith, by Cathleenritt, by Flickr

Galbraith, by Cathleenritt, by Flickr

Septiembre. Es ese mes en el que comienza el nuevo curso político, después de las vacaciones estivales. Y es también el momento para tratar de poner en práctica los anhelos que se han madurado durante ese lapso de sosiego. El Gobierno español no ha tenido mucho tiempo, en cualquier caso, para grandes reflexiones.

Sigue en lo mismo, y prepara el presupuesto de 2014 con la intención de que sea el último ejercicio de austeridad, dejando para el año electoral de 2015 la posibilidad de bajar los impuestos. Pero, en todo caso, el Gobierno de Mariano Rajoy sigue la tónica adoptada e impuesta por la Comisión Europea, bajo los auspicios de la canciller alemana Angela Merkel, y los grandes principios del vicepresidente Oli Rehn, perfectamente analizado por Antón Costas, que sigue evidenciando que hay inteligencia en el mundo académico, y que propone una sana combinación entre John Maynard Keynes y Milton Friedman, entre la política fiscal y la política monetaria, como está haciendo ahora el Gobierno británico, que, al margen de todas las etapas históricas, tiene en su ADN el pragmatismo.

El problema es que ni Rajoy, ni Merkel ni Rehn están solos. Algunos autores como John Kenneth Galbraith lo apuntaron con meridiana claridad hace décadas. El estudio de la economía, dividida falsamente entre la microeconomía y la macroeconomía, demuestra que aquellos pensadores iniciales, los que conocemos como clásicos, –Adam Smith, David Ricardo, Thomas Robert Malthus o Jean-Baptiste Say (recuerden la Ley de Say—toda la producción crea la suficiente demanda y por tanto no puede haber en ningún caso un problema de falta de demanda, hasta que Keynes demostró que era falso–) se han acabado imponiendo.

No parece que haya alternativas. Es decir, las podría haber, –las hay– pero el poder político ya no quiere inquietar a nadie, y, menos, a las grandes corporaciones empresariales, que son las que tienen el mando.

El desempleo, el gran problema que afrontan las sociedades occidentales desarrolladas, se ha dejado en un segundo plano. Y Galbraith lo dejó claro ya en 1987, al destacar en su fabulosa Historia de la economía (Ariel, 1989 y 2011) ese gran reto. El gran profesor de economía, que no alcanzó el premio Nobel, al entender la academia que su enorme trabajo como divulgador no era un mérito decisivo –un enorme error—apuntaba que el desempleo, “y no los precios ni la distribución desigual de los ingresos, constituye el mayor factor de angustia en la sociedad contemporánea”. Y añadía que “en la economía industrial moderna la producción es importante, no por los bienes que produce, sino por el empleo y por los ingresos que proporciona”. Y si falla el empleo…

Tomemos, de nuevo, un apunte del autor que da nombre a este blog. Señalaba Keynes que las ideas económicas guían la política, pero que las ideas también son hijas de la política y de los intereses a que sirven. Los partidarios del libre cambio, sin restricciones, curiosamente británicos del siglo XVIII y XIX, ¿no beneficiaban, en realidad, a su país, que había cobrado ventaja respecto al resto de posibles competidores con la revolución industrial?

Y Galbraith, que en los años ochenta del siglo XX vivía con angustia el poder de los clásicos, con Reagan empeñado en contentar a los ciudadanos más agraciados, y con más recursos, con rebajas de impuestos, mientras endeudaba el país con una enorme expansión del gasto público centrado en el poder militar,  enlazaba la vigencia de aquellos pensadores, principalmente británicos, con el poder político real: la gran empresa.

Consideraba que la economía clásica ha de perdurar porque “resuelve el problema del poder en la economía y la política. No puede dudarse de que hoy la gran empresa constituye un instrumento para el ejercicio del poder –desplegado, en mayor o menor medida, sobre sus trabajadores y sus salarios, sobre los precios aplicados a los proveedores y a los consumidores, y por intermedio de la publicidad, sobre la respuesta del mercado de consumo”.

Es decir, siguiendo al maestro, “el poder se subordina eficazmente al mercado: según se afirma, es éste el que fija los salarios, los intereses y los precios aplicables a los proveedores y al consumidor soberano”.

La cuestión, además, es que los profesionales de la economía no saben o no pueden salir de ese círculo. Las cátedras, los puestos relevantes, –también porque es lo que han aprendido y siempre es difícil renunciar a lo que se conoce—están a disposición de los que defienden el legado de los clásicos, aunque la realidad se haya encargado de desmontar muchas de sus teorías.

Una de las falsedades del discurso oficial es que se defiende a los empresarios, sí, ‘a los emprendedores que arriesgan’. Sostuvo Galbraith que “el empresario, a título individual, el héroe de los economistas, seguirá siendo celebrado, pero sólo en la medida en que opere en un sector secundario de una economía que está dominada por las grandes sociedades anónimas”.

Lean de nuevo a Galbraith, en el mes de septiembre. Ya saben: buenas intenciones, nuevos proyectos.