Pensar “sin barandillas”. Es lo que hizo durante toda su vida Hannah Arendt, persuadida de que debía llegar a conclusiones propias, haciendo válido, precisamente, “el orgullo de pensar”, que caracteriza a los seres humanos. Es lo que quiso calibrar siempre, esa posibilidad real de pensar, de no ser “irreflexivo”. Y lo que se encontró, con la figura de Eichmann, era que, desgraciadamente, había personas irreflexivas, capaces de cometer el “mal radical”, aquel mal que describió en Los orígenes del totalitarismo, mucho antes de Eichmann en Jerusalén (Lumen, 1999). Sin cambiar la idea central de su pensamiento, aquel mal radical se transformó en su “banalidad del mal”, el concepto que provocó un auténtico terremoto entre la comunidad judía internacional y entre la intelectualidad europea y norteamericana.
El debate ha renacido de nuevo tras la película de la realizadora alemana Margarethe von Trotta, Hannah Arendt, cuyo objetivo no ha sido tanto el de analizar a una de las intelectuales cruciales del siglo XX como el de presentar una batalla de ideas que siguen siendo de máxima actualidad, y que se recogerán en breve en este blog. Una de ellas es el respeto que Arendt se profesa, como intelectual, por encima de principios como el de pertenencia étnica –era judía alemana—o nacional, asumiendo el choque frontal contra el Estado de Israel. Y eso, aunque merece un análisis más detallado, sigue siendo vigente, aunque, ciertamente, admite un debate sereno: ¿hay límites que como miembro de una comunidad no se pueden traspasar? ¿Hay que mostrar empatía, pese a ser un ‘investigador’ externo, por un país, por un colectivo humano que necesita culpabilizar a un tercero? Volveremos sobre ello.
El caso es que Arendt identificó el problema del mal desde el primer momento. Ya en 1945 consideró que el problema del mal “será la cuestión fundamental de la vida intelectual de la postguerra en Europa”. Lo fue para ella, aunque no para la mayoría de intelectuales, que prefirieron evitar semejante envite.
La propia Arendt, sin embargo, entendió que, tras asistir al juicio en Jerusalén del nazi Eichmann, había “cambiado de opinión”. En las cartas que se cruzó con Gershom Scholem, tras una crítica de éste advirtiendo que Arendt le había defraudado con su tesis sobre “la banalidad del mal”, analizada en Eichmann en Jerusalén, la discípula de Heidegger –esa relación será determinante, como se muestra claramente en la película, y en el libro de Elzbieta Ettinger—lo admite: “Tiene usted mucha razón: he cambiado de opinión, y ya no hablo de mal ‘radical’. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos. (…) Ahora estoy convencida de que el mal nunca puede ser ‘radical’, sino únicamente extremo, y que no posee profundidad ni tampoco ninguna dimensión demoníaca”.
Y en esa última frase está la clave. Richard J. Bernstein, en un maravillo capítulo de un libro imprescindible, Hannah Arendt, el orgullo de pensar (Fina Birulés, compiladora, Gedisa, 2000) menciona las cartas entre Arendt y Karl Jaspers, uno de sus maestros. Es Jaspers quien se refiere, en 1946, al concepto de banalidad, aunque Arendt consideró, mucho después, en respuesta a Scholem, que por lo que sabía era la primera en utilizar esa expresión.
Lo que trata de probar Bernstein es que la idea está desde el inicio en la cabeza y la obra escrita de Arendt. Con Jaspers, discute, precisamente, que el mal que infligieron los nazis al pueblo judío debía entenderse como un mal contra el conjunto de la humanidad, y que este mal no entraba, en ningún caso, en la idea del mal que había presenciado y sufrido la civilización occidental. Heidegger tuvo mucho que ver en eso, porque los nazis quisieron culminar ‘lo imposible’, la realización humana por encima de todos los límites, por encima de Dios, como muy bien explicó Rüdiger Safranski en Un maestro de Alemania, Martin Heidegger y su tiempo (Tusquets, 1997).
Arendt le había dicho a Jaspers que la política de los nazis no podía considerarse como un “crimen”, era algo diferente, algo que desarrollaría en su carrera posterior. Y Jaspers le contestaba que estaba en contra de esa idea, porque “una culpa que trascienda toda culpa criminal inevitablemente tiene una veta de ‘grandeza’, de grandeza satánica, que es para mí tan inapropiada como toda la charla sobre el elemento ‘demoníaco’ en Hitler y esas cosas. Me parece que tenemos que entender esos fenómenos en su total banalidad, en su trivialidad prosaica, porque eso es lo que los caracteriza realmente. Las bacterias pueden causar epidemias que devasten naciones enteras, pero siguen siendo simples bacterias. Veo con horror cualquier atisbo de mito o leyenda”. Esas aseveraciones son del 19 de octubre de 1946, reproducidas por Bernstein.
Y en esas frases tenemos la clave de todo. Arendt considera en Los orígenes del totalitarismo que el “mal radical” busca transformar a los hombres en algo “superfluo”, algo innecesario, y eso es lo que aplicaron los nazis con la aniquilación de los judíos, extraer la humanidad de lo humano. Posteriormente, y según la interpretación de Bernstein, Arendt, tras el juicio de Eichmann, centra su atención en la idea de “irreflexividad”, en el hecho de que los que aplicaron el juicio final contra el pueblo judío eran hombres incapaces de pensar, obedientes a un orden establecido, y, por tanto, profesionales de un sistema que iba mucho más allá de lo conocido hasta ese momento. Pero Arendt sigue el mismo hilo conductor, no ha variado su concepción sobre lo que fue y significó el nazismo.
Es comprensible que la comunidad judía no pudiera aceptar ese análisis. Es lógico que el incipiente estado de Israel cargara contra Arendt con determinación. Y, tal vez, a Arendt le faltó empatía con el pueblo judío. Pero, ¿era esa su misión, aportar elementos sólidos para consolidar un estado judío, cuando ella, –hay que admitirlo porque hay otros muchos casos, como el de Victor Klemperer—era una alemana-judía en el que en un determinado momento –de nuevo Heidegger—se le dice que no es admitida en esa comunidad?
La lección, sin embargo, es muy clara. Jaspers y Arendt lo constataron por escrito en su cruce de cartas. El “mal radical” del que hablaba Arendt no era el mal satánico, el que Occidente había conocido, el que Shakespeare había detallado con personajes como Yago en el Mercader de Venecia. Era otra cosa. “El mal radical –explica Arendt- hablando estrictamente, no es castigable ni perdonable, porque el castigo y el perdón presuponen aquello que el mal radical intenta erradicar, es decir, la acción humana. Lo que intentaron hacer los nazis en los campos de concentración fue ‘erradicar el concepto de ser humano’. (…) Y eso es lo que desafía al pensamiento”.
Jaspers mencionó, de hecho, a Shakespeare: “Tal como usted lo explica, es casi como si hubiera elegido el camino de la poesía. Y un Shakespeare nunca sería capaz de darle forma adecuada a este material: su sentido estético instintivo le llevaría a falsificarlo, y por esa razón no podría llevarlo a cabo”.
Claro que para escribir Eichmann en Jerusalén, en 1963, producto de las sesiones del juicio y, tras los artículos firmados para The New Yorker, Arendt pensó “sin barandillas”, algo para nada usual entre los actuales intelectuales occidentales.
Léanlo, el verano es largo, y ofrece muchas distracciones, pero siempre podrán encontrar algún momento del día para una obra que sigue siendo la gran referencia para entender el nazismo, y algunas conductas de los propios judíos.
¡Acudan siempre a las fuentes!
¡Excelente artículo, Manel!