Uno de los consejos que el Gobierno español que preside Mariano Rajoy no ha dudado en lanzar a la población es que lo mejor que pueden hacer los ciudadanos es contratar un fondo de pensiones privado. La edad de jubilación se alargará. Y la suma que se podrá cobrar será, necesariamente, más baja que la actual. Así que lo mejor es ir preparando el futuro.
Esa idea sería interesante si los gestores de esos fondos fueran personas con un cierto sentido común, o tuvieran en cuenta que juegan con los ahorros de mucha gente de clases sociales muy diferentes y que lo último que se podrían permitir es una pérdida de capital en sus últimos años de vida. Una de las cuestiones que se deberían tener muy presente es que en la vejez ese dinero es mucho más necesario que a los treinta o cuarenta años. Porque una de las muestras de desigualdad en España se comprueba en esas franjas de edad: el pobre en España, y en muchos países europeos, corresponde a una mujer mayor, sola, y con una pensión misérrima.
En el comité de sabios que ha constituido la ministra de Trabajo, Fátima Báñez, para establecer el factor de estabilidad de las pensiones, de los 12 miembros, ocho han estado a sueldo de la banca o las aseguradoras. Puede ser una coincidencia, o, simplemente, la ley de la probabilidad, porque los buenos empleos de analistas, catedráticos, profesores o expertos de prospectiva los suelen ofrecer, precisamente, las entidades financieras o las aseguradoras.
Pero es necesario, llegados a este punto, ver qué ocurre con esos fondos de pensiones privados. Y nada mejor para saberlo que la lectura de un entretenido y provocador libro de un señor que entró en una institución venerable, con toda la ilusión de un principiante, y salió asqueado e indignado. Se trata de Greg Smith, que ha escrito Por qué dejé Goldman Sachs (Deusto, 2013).
Habrá más referencias e historias en este blog sobre este maravilloso fresco de la crisis financiera de los últimos años. Pero conviene ahora dejar constancia de algunos elementos que señala Greg Smith. Asegura que en un determinado momento la base de poder de Goldman Sachs pasó de la banca de inversión al trading. ¿Qué supuso ese cambio? Que el cliente se empezó a considerar cada vez más como una contraparte, “simplemente como el otro lado de una transacción, y no la parte asesorada».
Es decir, y la comparación es de Smith, los asesorados –en tiempos del Goldman Sachs clásico—son más como niños. El banco de inversión tiene la responsabilidad de cuidar de ellos y de defenderlos de sus propios peores instintos. En cambio, en el caso de una contraparte se trata de adultos, y, en un capitalismo totalmente cara a cara, “entre adultos que dan su consentimiento, todo vale”.
Y, sí, sí, todo vale. Todo vale para arañar comisiones y lograr beneficios enormes. Y todo vale para engañar a los fondos de pensiones que, en muchos casos, tienen como gestores a personas muy poco prudentes, o con escasas defensas ante auténticos tiburones.
Porque lo que explica Smith es que esa banca de inversión, la banca de Wall Street, clasifica muy bien a sus clientes. Los divide en cuatro: clientes sabios –los grandes fondos de inversión e instituciones– ( a éstos se les cuida con mimo); los clientes malvados –fondos que hacen circular rumores para hacer caer los precios de las empresas que negocian a corto–; el cliente simple y “el cliente que no sabe cómo hacer preguntas”.
Nos quedamos en el cliente simple. Sí, ya lo han descubierto. Se trata de los fondos de pensiones y grandes gestoras de activos. “Son las víctimas propiciatorias de Wall Street, a las que después de darles una copa de vino los obligan a tragarse las hierbas amargas”, dice Smith. El ex analista de Goldman Sachs escribe sobre un caso concreto, una cliente a la que llamaban la Reina. Y advierte que te quedarías asombrado “de lo mal gestionados que están ciertos fondos de pensiones y grandes gestoras de activos”.
Esa Reina, responsable de negociar miles de millones de dólares en futuros, opciones y otros derivados, era “extrañamente poco sofisticada con el negocio”. Y Greg Smith, después de explicar detalles financieros complicados, concluye que era triste comprobar cómo se manejaban con la Reina, aunque pone a salvo, en este caso, a Goldman Sachs. Señala que “la extravagancia de la Reina era especialmente indignante por el hecho de que las pensiones de miles de personas estaban afectadas por sus procesos de toma de decisión”. Y añade que, “por desgracia” la Reina de Wall Street es el tipo de cliente que mucha gente en Wall Street busca para aprovecharse de ella.
¿Qué les parece?
En el caso del cliente que no sabe hacer preguntas el problema es similar. El autor de este imprescindible libro lo ejemplifica con un cliente que reside en las montañas de Oregón y que gestiona miles de millones de dólares en dinero de un fondo de pensiones estatal. Y dice: “En su universo se consideraba un pez gordo y un inversor sofisticado, pero él nunca ha trabajado dentro de un banco de Wall Street. Carece de la infraestructura para determinar exactamente lo que está comprando y, después del crash de 2008, está presionado para obtener mucho rendimiento”.
¿Conclusión? Ese cliente fue el objetivo ideal “para vender un producto de derivado financiero conocido como exótico que se vistió “con todos los pitos y flautas de un producto estructurado”. Eran parecidos a lo que Greg Smith explica también en el libro en referencia a los tratos con estados soberanos como Grecia, Italia o municipios y condados norteamericanos, “a las latas de atún que Grecia, la City of Oakland y el condado de Jefferson County en Alabama habían comprado”.
Latas de atún, sí, derivados-trampa, o como quieran llamarlo. Un timo, vaya. Un auténtico artefacto inventado por la banca de inversión.
Así que ya saben lo que pueden hacer con sus ahorros para la pensión de mañana.
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