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Las democracias liberales de los países occidentales se han desnaturalizado.  Tras la II Guerra Mundial, los partidos democristianos y socialistas llegaron a amplios consensos, y la buena marcha de la economía, con crecimientos sostenidos que se entendían porque toda Europa necesitaba de una transformación enorme después de quedar arrasada, permitió una cierta anestesia ideológica.

De aquella experiencia surgió una idea-fuerza aceptada por la mayoría de la sociedad europea. Se interiorizó, y en España de qué manera, –principalmente por la necesidad, en la transición de la dictadura a la democracia, de no volver al pasado–, que los grandes consensos son necesarios, que la tibieza, las buenas formas, el diálogo y las renuncias mutuas, son un buen mecanismo para aplicar políticas concretas. No digamos en Catalunya, donde esas prácticas son consustanciales al hecho de ser catalán. No se entiende ni se podría tolerar otra cosa.

Pero esos consensos presentan pegas. Y es que los representantes políticos han acabado superados por sus propias prácticas. El alejamiento de los ciudadanos con sus políticos se debe, en gran medida, a la falta de determinación que muestran. Carecen de personalidad, no se sabe qué defienden ni cómo podrían conseguir lo que afirman. Con esa falta de consistencia, es lógico que ahora, tras la muerte de Margaret Thatcher, los elogios proliferen, incluso desde la perspectiva humana, que ya es decir, aunque también hay críticas. Los elogios han llegado, no tanto por sus políticas, muy cuestionables  –y más negativas que positivas para el conjunto de la sociedad británica y, de hecho, para occidente, —lo explica Niño Becerra— como por su defensa de unas pocas ideas y de su voluntad en llevarlas a la práctica.

Dos periodistas de The Economist, John Micklethwait y Adrian Wooldridge, escribieron en 2004 un fabuloso libro, Una nación conservadora, el poder de la derecha en Estados Unidos (Debate, 2006, muy bien traducido por Julià de Jòdar) en el que analizaban el proceso, durante años, que llevó a las victorias de Thatcher en el Reino Unido y de Reegan en Estados Unidos, en 1979 y 1980 respectivamente:

“Los conservadores estadounidenses tienen con los tories vínculos más estrechos que con nadie. El thatcherismo y el reaganismo tal vez tengan un lugar en la historia, pero hay una genuina sensación de identidad compartida, de que, juntos, cambiaron el mundo. Los tories de mayor talento fechan los orígenes del thatcherismo en la Convención Republicana de 1964 en el Cow Palace de San Francisco, donde Barry Goldwater obtuvo la nominación como candidato a la presidencia”.

Se trata de una aventura intelectual, madurada durante años, que quería revertir las cosas, para dotar a los individuos de un mayor poder frente a las maquinarias de los estados. Era una idea muy fuerte, pensada, a favor del capital, de la iniciativa privada. Era un proyecto político y económico, para acabar con el keynesianismo imperante desde la II Guerra Mundial. Era el triunfo de Hayeck, y de Milton Friedman y los monetaristas, dispuestos a acabar con el gran mal: la inflación. Era un proyecto y lo pusieron en práctica. Y Thatcher y Reegan se emplearon a fondo en aplicarlo. Victoria total.

¿Qué vino luego? La nada: Tony Blair, y Clinton, dispuestos a dejar las cosas más o menos como estaban.

La determinación se combate con determinación. Y en una democracia no se puede rehuir el conflicto. Es más, la democracia debe gestionar y favorecer esos conflictos, que existen, que no se pueden esconder, porque hay intereses sociales y económicos distintos, enfrentados, y no todos pueden ganar.

El ex ministro de Economía, Carlos Solchaga, se refiere en una larga y magnífica entrevista en el diario.es a la necesidad de que las grandes empresas del Ibex acaben pagando lo que deben. El impuesto de sociedades que pagan no supera, de media, el 10%, cuando las pequeñas y medianas empresas pagan el 30%. ¿Qué está pasando aquí?

Un político no debe ser arrogante, como lo fue Margaret Thatcher. Es un gran error, porque las convicciones tienen sus límites. José María Aznar también lo fue. Pero un político debe tener un proyecto y arrojo para aplicarlo. Para ello busca el voto y las mayorías. Y encontrará más apoyo cuando, a la hora de ir contra determinados grupos de intereses, demuestre que lo hace en beneficio del interés común de un país.

Es cierto que Thatcher lo hizo con el viento a favor del capital. Y, claro, lo tuvo mucho más fácil, como le ocurrió también a Reegan. Pero, en cualquier otro caso, lo menos que se puede hacer es intentarlo.