Los casos son numerosos y el ciudadano interesado los irá descubriendo. Las empresas despiden trabajadores, reducen plantillas, en un determinado momento del año. Dejamos de lado por un instante la crisis, que justifica sin más preguntas, las decisiones de los ejecutivos. Son prácticas ahora más frecuentes, pero que se producen en las últimas décadas con mucha frecuencia. Se despide a personas, por tanto, para poder llegar a los objetivos marcados por la empresa. Y, cuando ya se ha informado a los accionistas de que sí, de que, efectivamente, se ha podido cumplir lo prometido, los mismos ejecutivos vuelven a contratar, a gastar partidas que estaban congeladas y así hasta que comprueban que no llegarán, a ese ritmo, a los objetivos que se han fijado para el próximo ejercicio. Es decir, mandan los accionistas, pero…

El excelente periodista Pere Rusiñol se ha referido al capitalismo de casino y lo ha relacionado con las prácticas de la empresa del diario El País. Lo que describe se ha convertido en algo común. Algunos economistas lo han descrito con precisión. Y la cuestión es que puede parecer una lectura marxista, y, por tanto, rechazable en estos tiempos.

Es cierto que autores como John Bellamy Foster y Fred Magdoff, que firmaron en 2009, -recogiendo trabajos escritos antes de la crisis el enorme libro La Gran crisis financiera (FCE)- se vanaglorian de defender un socialismo de raíz marxista, pero otros economistas de muy distinto signo hacen consideraciones similares. Es el caso de Ha-Joon Chang, coreano y profesor de Economía Política del Desarrollo en Cambridge.

Es necesario prestar mucha atención a lo que explica, porque el gran problema de la ciudadanía en los países más castigados por la crisis financiera, como España, es que no sabe a quién debe responsabilizar. Chang explica que la crisis no ha afectado a los ejecutivos. Y que es falso que el mercado acabe castigando las prácticas ineficaces en las empresas. Al contrario.

Los mercados erradican esas prácticas, sí, pero sólo cuando nadie tiene bastante poder para manipularlos. Lo que ocurre es sencillo y complicado al mismo tiempo. La precarización de los trabajadores es necesaria en ese esquema. Es obligado exprimirlos, con reducciones de sueldos, disminuyendo las plantillas, para que los directivos puedan ganar importantes beneficios suplementarios y distribuirlos posteriormente entre los accionistas.

¿Pero con qué objetivo? Los ejecutivos quieren que los accionistas no protesten y no les inquieten, ni cuestionen sus elevados sueldos. El accionista, en realidad, tiene acciones de una empresa que va perdiendo valor, con menos capital humano, una empresa que ofrece una mala imagen en la sociedad, porque se va deteriorando a ojos de la opinión pública y de sus propios clientes. Se supone que al accionista esta práctica no le debería interesar, pero, en muchas ocasiones, se ve impotente para poder reclamar cambios.

La práctica es todavía más perversa. Chang ofrece más detalles. Con la necesidad de aumentar al máximo los dividendos, con el objetivo de acallar a los accionistas, lo que se consigue es una reducción de las inversiones. Y ello debilita las capacidades productivas a largo plazo de la empresa. ¿Y qué ocurre? Lo que sucede es que sitúa a esas empresas –Chang constata que es una práctica más extendida entre las empresas norteamericanas y británicas, pero en Europa ya han aprendido—en clara desventaja frente a sus competidores. Y la reacción pasa, de nuevo, por reducir puestos de trabajo en las plantillas. Genial.

El problema, por tanto, es ideológico. Chang considera que los ejecutivos, principalmente en el mundo anglosajón, han alcanzado un poder económico, político e ideológico que les permite manipular el mercado y hacer pagar a otros las consecuencias negativas de sus actos. Y concluye que creer que la retribución de los ejecutivos sea algo cuyos niveles y estructuras óptimas vayan a ser, y deban ser, determinados por el mercado sería engañarse. Sería engañarse mucho, la verdad.

Este es el juego. Se trata de una lucha de poder. No hay otra cosa.