Aunque hay que huir de los agoreros, y de los malos presagios interesados, es cierto que España está en un momento muy delicado. Toda la zona euro está en peligro. Pero lo que no acaba de quedar claro y la opinión pública sigue sin interiorizar es que las cosas pueden ser, deberían ser, de otra manera. Lejos de considerar la crisis económica como una cuestión enrevesada, de muy difícil gestión –no negaremos que lo es- que sólo puede ser manejada por tecnócratas, lo que ocurre atañe a la política.

Del “Es la economía estúpidos”, el lema con el ganó Bill Clinton su primeras elecciones presidenciales en Estados Unidos, deberíamos pasar al “Siempre es la política, tontos!”.

Hay un modelo establecido que pasa por algunos parámetros con los que se alcanzaría la auténtica estabilidad económica. Pero si la seguimos aplicando, seguro que acabará siendo la mejor receta para hundir a países como España.

Hablamos de dos señores importantes, de dos economistas que tienen la rara habilidad de comunicar con sencillez y que llegan a personas no especializadas: Ha-Joon Chang y Paul Krugman.

¿Qué explica el primer autor, nacido en Corea del Sur? Que uno de los principios sagrados es el control de la inflación, pero que, incluso en los países ricos, donde la inflación se ha contenido por completo a partir de los años noventa, el crecimiento de la renta per cápita ha pasado del 3,2% de los años sesenta y setenta al 1,4% entre 1990 y 2009. (Ahora la zona euro coquetea con la recesión). Los intentos de reducir la inflación al mínimo han provocado la disminución de la inversión y el crecimiento, aunque la afirmación de la ortodoxia económica era que ambos índices se verían estimulados por la mayor estabilidad económica que se conseguiría con una inflación baja.

¿Y Krugman? El economista norteamericano va más lejos y relaciona el conjunto de problemas.  Llama “austeríacos” a los que defienden a ultranza las políticas de austeridad en Europa. Y se pregunta por lo que éstos exigen para servir a determinados intereses. Veamos:

Piden una política fiscal centrada en el déficit, y no en la creación de empleo; una política monetaria que combata hasta la extenuación el mínimo síntoma de inflación y que llegue a subir los tipos de interés incluso con unas tasas de desempleo enormes.

¿Y a quién sirven? Todas esas políticas sirven a los intereses de los acreedores, los que prestan dinero, en contra de los que lo toman prestado “o trabajan para vivir”. Y los acreedores lo que quieren es que los gobiernos conviertan la devolución de la deuda en su única prioridad. Y lo que no quieren es cualquier medida monetaria que les prive de rendimientos con tipos de interés bajos o que haga caer el valor de los títulos de crédito a través de una mayor inflación.

Primar una política u otra, tratar de preservar los puestos de trabajo o pagar la deuda, obedece a decisiones políticas, que, es cierto, en el caso de España sólo se podrían tomar en el seno de la Unión Europea. Pero se puede presionar en una dirección –el gobierno de Mariano Rajoy- o en otra.