Elisabeth Warren. Sí. Ha decidido presentar su candidatura para plantar cara al presidente Trump, que la ha denominado en los últimos años, despectivamente Pocahontas, por sus lejanos orígenes nativoamericanos, que ella revindicó, hasta tal punto que presentó un estudio sobre su ADN. Es senadora por Massachusetts y tiene una larga trayectoria política, como activista, con críticas muy severas al sistema norteamericano que ha empobrecido, a su juicio, de forma consciente a las clases medias y medias bajas del país. Es persistente. Con 69 años, Warren puede ser la candidata del Partido Demócrata, aunque deberá competir con otros candidatos, como el exvicepresidente Joe Biden, o el senador Bernie Sanders, que busca alianzas para impulsar una internacional progresista, o Beto O’Rourke, un popular tejano, además de otros nuevos que se puedan presentar.
La carrera será larga. Quedan por delante 13 meses, hasta que se inicie el proceso electoral, con el caucus de Iowa. Pero la candidatura de Warren es muy ilustrativa de lo que ha ocurrido en Estados Unidos en las últimas décadas y en los países occidentales: una concentración de poder en los sectores sociales más privilegiados que ha provocado ese gran malestar de las clases medias y medias bajas que, en buena medida, acabaron votando a un candidato como Trump, mostrando odio hacia esas elites de la costa este y de Washington que facilitaron ese proceso, pero apostando por un miembro de esa elite, paradójicamente.
Es lo que explica Warren en un vídeo que ha enviado a sus seguidores, con mensajes muy claros: “¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Los multimillonarios y las grandes corporaciones decidieron que querían más parte del pastel. Y eligieron a políticos para que les cortasen un trozo más grande?”.
Que lo diga Warren es sintomático. No es una dirigente que provenga de las filas del Partido Demócrata, ni es una izquierdista confabulada contra el capitalismo. Sus orígenes familiares hay que buscarlos en una familia conservadora, republicana. Se llamaba, de soltera, Elisabeth Herring, hija del señor Herring, en el seno de una familia de clase media de Oklahoma. Metodistas conservadores, sus familiares habían superado la gran sequía de la década de 1930, el llamado Dust Bowl (Cuenco de Polvo), como lo explica George Packer en El desmoronamiento, treinta años de declive americano (Debate).
Pero Warren cayó del caballo. Una idea central de la joven Warren, como la mayoría de los norteamericanos defiende, era que los desafortunados, los que se declaraban en quiebra, se lo habían buscado ellos mismos. Que el trabajo, la voluntad y el esfuerzo garantizaba poder salir a flote en cualquier situación y triunfar en el país de las oportunidades. Comprobó que no, que las cosas eran más complejas. Y dejó su licenciatura en logopedia por la Universidad de Houston para dedicarse al mundo del derecho, obsesionada por las quiebras familiares y por las respuestas que había dado el Gobierno federal.
Los pilares se derrumban
Lo que comprobó es que la historia de las últimas décadas en Estados Unidos es una historia de desregulación continua. Como republicana convencida, confiaba en tres grandes principios que se derrumbaron: un norteamericano medio creía que los depósitos estaban seguros en un banco, que la Corporación Federal de Seguro de Depósitos lo garantizaba; que la Ley Glass-Steagal dictaba que ningún banco podía hacer locuras, y que la banca comercial y la de inversión debían estar separadas; y que la Comisión de Bolsa y Valores marcaba un estricto control sobre los mercados. Todo se fue al traste.
Su reacción fue establecer un plan para luchar contra el excesivo peso del sector financiero, hasta el punto de que el presidente Obama pensó en ella como responsable de la nueva Oficina para la Protección Financiera del Consumidor, cargo para el que fue designado, finalmente, Richard Cordray. El hecho es que Warren se enfrentó al secretario del Tesoro, Timothy Geithner como presidenta del panel de expertos que supervisó los fondos para el rescate, después de la crisis provocada por los embargos inmobiliarios, justo bajo la presidencia de Obama.
¿Es Warren una radical? ¿Puede alguien ser presidente o presidenta en Estados Unidos si pide una mayor regulación y un control del poder financiero? ¿Es una especie de comunista alguien que sugiere que se ha dejado hundir a las clases medias de forma consciente para beneficiar a las elites?
Lo decidirán los norteamericanos, y, primero, los electores que se registren en las primarias del Partido Demócrata. Pero lo que apunta Warren está basado en los datos. Y eso puede explicar ese gran descontento, porque el crecimiento económico, que se ha producido y de forma notable, se ha destinado al porcentaje más pequeño de la población, el que ya tiene una situación de privilegio.
El voto es libre
Desde 1986, el PIB per cápita de Estados Unidos ha aumentado un 59%. Y el valor neto del país ha crecido un 90%. Los beneficios empresariales se han elevado en ese periodo en un 283%. ¿Pero cómo se ha repartido todo eso? Sólo el 1% del crecimiento total de la riqueza entre 1986 y 2012 fue a parar a las familias que componen el 90% con menos renta. En cambio, el 42% de esa riqueza llegó a manos del 0,1% de las familias, las más ricas del país. Son datos que recoge Yascha Mounk en su libro El pueblo contra la democracia (Paidós).
La presión fiscal sobre las rentas más altas ha descendido progresivamente. El proceso lo inició Ronald Reagan, al recortar el tipo fiscal máximo, el de las mayores rentas, del 70% al 50% en 1981, y, otra vez, al 38,5% en 1986. George W. Bush lo dejó en el 35%, y el que se aplica a los rendimientos del capital, el impuesto que pagan exclusivamente las personas más ricas, pasó del 20% al 15% en 2003. Todo ello no se ha revertido. Al revés. Esas rebajas han corrido en paralelo a recortes en las ayudas públicas. Hasta el punto de que hace 20 años un 68% de las familias con niños en situación de pobreza recibían asistencia económica con prestaciones monetarias. Ahora ese porcentaje es del 26%.
¿Todo esto es demagogia o realidad? Warren quiere luchar por su candidatura. Considera que esa pendiente desde las últimas décadas ha provocado en gran parte que las clases medias y medias bajas se hayan agarrado a alguien como Trump, aunque precisamente no sea el presidente norteamericano el gran defensor de esos necesarios programas sociales ni de sistemas fiscales más justos y progresistas. Pero cada uno vota lo que vota.